sábado, 3 de marzo de 2012

Capitulo 4.

Principio número 4:
Una mujer indecente piensa por ella misma. Valora sus propias ideas y no se doblega ante la opinión general.

Delia Efron había recogido del suelo el último par de calzoncillos, había planchado la última camisa y había limpiado el sofá de nachos después de un partido de fútbol por última vez. Si Max Efron quería una criada, que contratase a una. Ella estaba oficialmente en huelga.

Y en cuanto a su vida sexual… bueno, la echaría de menos, pero sabía que debía sufrir por una causa.

Delia y Max se casaron cuando ambos tenían veinte años. Desde entonces habían pasado por buenos y malos momentos, pero a medida que se acercaban a su vigésimo aniversario de bodas, estaban definitivamente en un momento malo.

Delia miró su reloj de pulsera y luego comprobó el estado caótico en que la casa había quedado aquella mañana, cuando los crios se preparaban para ir a la escuela y Max para ir al trabajo. De un momento a otro volverían a casa, tirarían las mochilas al suelo y pedirían a gritos algo de comer. Y sería entonces cuando la huelga empezaría a afectar sus estilos de vida. Los dos hijos mayores tenían actividades extraescolares: Brianna jugaba al fútbol y Tyler participaba en el equipo de debate. Max los recogía después del trabajo.

De alguna manera, todos habían llegado a asumir con el paso de los años que Delia era su criada, y ella tenía parte de la culpa, por no haberse plantado antes. Había insistido en que las tareas domésticas eran cosa de todos, pero semejante diligencia sólo duraba una semana, cuando no menos, antes de que todos volvieran a sus hábitos descuidados.

Su familia estaba convencida de que ella tenía todo el tiempo del mundo para limpiar lo que ellos ensuciaban y atenderlos bien. Pero entre ayudar a estudiar a su hija menor Katie, que iba retrasada en el colegio, trabajar como voluntaria en otras escuelas, ocuparse de la casa y hacer el resto de las tareas propias de una madre, apenas tenía un momento libre. Estaba cansada de tanto trabajo ingrato, y había decidido que ya estaba bien.

A petición suya, su cuarenta cumpleaños había pasado desapercibido, pero aun así estaba decepcionada porque nadie le hubiera preparado una fiesta sorpresa. La habría irritado, pero también emocionado, si tal combinación era posible.

Lo último había sido una semana antes, cuando lo había preparado todo para tener una cena romántica con Max. Incluso consiguió que los niños no estuvieran en casa durante la velada. Le había dicho a Max a qué hora quería que volviera a casa el viernes y se lo había recordado unas cuantas veces.

Pero ¿qué pasó el viernes por la noche? Max estuvo trabajando hasta tarde y se olvidó por completo de la petición de su esposa, quien se pasó toda la noche viendo su película de amor favorita llorando de rabia en cada escena romántica.

Cuando se enteró de que otra mujer se había declarado en huelga matrimonial, había sabido lo que tenía que hacer, y su resolución se había fortalecido en la fiesta de cumpleaños de Zac.

Max había estado tan ocupado alternando con los demás invitados que la ignoró durante toda la fiesta. Ella había bebido un poco y quizá se hubiera pasado al bailar sobre la barra, pero eso fue después de darse cuenta de que su marido no iba a prestarle atención.
Al menos había sacado algo positivo de la noche, pues le había encantado ver a su cuñado Zac divertirse por una vez. Sonrió al recordarlo con una capa y bailando de modo insinuante con la stripper. Ya era hora de que se soltara un poco el pelo.

Delia pasó por encima de un montón de ropa sucia que Brianna había dejado en el suelo del lavadero, aun estando el cesto a medio metro de distancia. Cuando oyó que se abría la puerta del garaje, atravesó la cocina, en la que aún seguían sin lavar los platos del desayuno, entró en el salón, cubierto desordenadamente de cuadernos y estuches de videojuegos, e hizo algo que no había hecho en semanas: tomó un libro de la estantería y se sentó en el sofá a leerlo.

El silencio fue tan breve como abrumador, y Delia se dio cuenta de que en su búsqueda del orden y la limpieza, casi había olvidado lo que era la tranquilidad.

Entonces la puerta trasera se abrió y su familia irrumpió en casa.

—¿Qué hay para cenar? —gritó Tyler, sin molestarse en saludar.

—Hola, nena —dijo Max, dejando su portafolios en el único sitio libre del mostrador de la cocina, a pesar de que ella le había pedido un millón de veces que no lo hiciera.

—Mamá —dijo Brianna en su tono quejica—, Deanna Garrett ha dicho que mis pantalones están pasados de moda. No pienso volver a ponérmelos.

Delia levantó la mirada del libro y observó los vaqueros de cincuenta dólares que habían comprado dos semanas atrás. Se obligó a no reaccionar.

—¡Me muero de hambre, mamá! —exclamó Tyler mirando el frigorífico, como si pensara que haciendo eso iba a conseguir que la comida se preparara sola por arte de magia.

¿Cómo había podido dedicar su vida entera a su familia, abandonar su carrera para asegurarse de que no les faltara nada, y aun así haber producido unos hijos como aquéllos? No eran más que unos cretinos egoístas, que le hacían desear escapar de la casa y no volver jamás.

—¿Dónde está Katie? —preguntó Max.

—Cenando en casa de una amiga.

Max miró el desorden y luego se fijo en la bata que llevaba Delia.

—¿Has tenido un mal día?

—Más o menos.

—¿Qué hay para cenar?

Si fuera un dibujo animado, Delia habría echado humo por las orejas.

—No lo sé —respondió, intentando mantener la calma—. ¿Por qué no me lo dices?

—¿Es un chiste?

Max no había preparado la comida ni una sola vez en su matrimonio, pero al menos le agradecía que lo hiciera ella, la alababa sus platos, apreciaba el buen trabajo que hacía en casa…

Pero últimamente sus labores recibían tanta gratitud como el retrete. Nadie le prestaba atención hasta que dejaba de funcionar.

—No es un ningún chiste. Últimas noticias: me he declarado en huelga.

Max la miró perplejo, Brianna hizo girar los ojos y Tyler empezó a beber leche directamente del cartón.

—Mamá se ha vuelto loca —murmuró Brianna mientras se dirigía hacia su habitación.

—¿Eso quiere decir que no vamos a cenar? —preguntó Tyler.

—Eh, nena —dijo Max—, odio decírtelo, pero no perteneces a ningún sindicato. ¿Qué significa que estás en huelga?

«Tranquila. Nada de explosiones de furia», se ordenó Delia.

—Significa que ya no voy a seguir trabajando de madre —dijo con toda la calma que pudo—. El sueldo es una miseria y las condiciones, deplorables. Si quieres una criada, una cocinera y una ayudante personal, puedes contratar a una de cada.

Tyler se quedó con la boca abierta, y Max le dedicó la misma expresión que durante el síndrome menstrual.

—Tal vez debamos pedir una pizza esta noche —dijo, en el tono que usaba siempre que temía que ella le arrojara algo a la cabeza.

—Los cupones de las pizzerías están junto al listín telefónico.

—Yo quiero una de Primo's —dijo Tyler buscando los cupones. Nunca desaprovechaba la oportunidad de comer pizza.

Max se sentó junto a Delia y la miró con preocupación. Se estaba tomando la noticia sorprendentemente bien, y ella sabía que era porque no comprendía las repercusiones. Unos cuantos días sin ocuparse de las tareas domésticas y la casa sería declarada zona catastrófica.

—Quizá deberías descansar esta noche —le sugirió él—. Mañana te sentirás mejor.

—Seguro que sí, pero seguiré estando en huelga.

—¿Has visto algo así por la tele o qué? No lo entiendo.

De acuerdo, la idea se la había dado una mujer por televisión que se había declarado en huelga contra su familia. Pero era una buena idea y Delia no lo hacía por llamar la atención. Sólo quería que su familia se enterara de que eran unos cerdos desagradecidos.

¿Y ahora qué? No había pensado en lo que pasaría después de soltar la bomba. Tenía tiempo libre para divertirse, pero hacía tanto que no disfrutaba de tiempo libre que no se le ocurría nada divertido para hacer. Desde luego, lo que no quería era seguir leyendo en el salón rodeada por su familia hambrienta.

¿Y si se llevara el libro a… la bañera? ¡Si! No había leído en la bañera desde que estuvo embarazada de Katie. Un baño relajante le vendría de perlas.

—No importa dónde lo haya visto —dijo—. Lo que importa es que tú y los niños entendáis que no me gusta ser tratada como una criada. Cuando empecéis a hacer vuestra parte y a apreciar mi trabajo, quizá cambie de opinión.

—Todos te apreciamos.

Ella le echó una mirada que le daba a entender lo que pensaba de su aprecio.

—Ahora, si me disculpas, voy a tomar un baño. Y voy a echar el pestillo, así que no quiero que nadie llame a la puerta.

La expresión de Max se tornó escéptica.

—Muy bien. Parece que necesitas relajarte un poco.

Delia se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño de invitados, donde seguro que no encontraría las revistas deportivas de Max desperdigadas por el suelo.

—¿Mamá se ha vuelto loca o qué? —oyó que Tyler preguntaba en la cocina.

—Necesita descansar esta noche, eso es todo —respondió Max.

Era obvio que no se daba cuenta de nada, y seguramente no lo entendiera hasta que tuviera que descubrir cómo se ponía una lavadora.

En el dormitorio de invitados, se quitó la bata y la dejó caer al suelo por primera vez desde que podía recordar. Hizo lo mismo con el resto de la ropa y entró en el baño.
Cuando la bañera estuvo llena, se metió en el agua caliente y respiró hondo mientras intentaba pensar en algo agradable. Tal vez las vacaciones en Tahiti con las que había soñado durante años, o una estancia en un balneario…

Pero las imágenes no duraron más que unos segundos, antes de ser barridas por otros pensamientos más acuciantes. ¿A qué hora tenía que recoger a Katie de casa de su amiga? 
¿Se había acordado de vaciar la secadora o la ropa seguía dentro, arrugándose? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se echaran a perder los filetes de la nevera?

¡Basta!, quiso gritar, pero entonces su familia sí que pensaría que se había vuelto loca.
Allí estaba, intentando disfrutar del primer momento que tenía para ella sola desde hacía meses, y había olvidado cómo relajarse.

Tenía mucho trabajo que hacer, pero no en la casa, ni con su marido o sus hijos. Por una vez, iba a ocuparse de sí misma.


Zac miró su reloj y calculó que al empleado descontento a quien estaba escuchando le quedaban unos diez segundos antes de detenerse para tomar aire.

Se había pasado el día entero escuchando desahogarse a los empleados de Gideon Corporation sobre la inminente fusión. Era el encargado de mediar en la adquisición de la empresa por parte de una firma rival, elaborando estrategias que favorecieran a las dos partes. Pero aquel día no podía concentrarse en la tarea.

Durante toda la mañana, toda la tarde, y toda la semana, no había pensado más que en Vanessa. No estaba nada satisfecho de cómo habían salido las cosas. Había manejado muy mal la situación, y quería enmendarlo.

Tal vez debería dejar las cosas como estaban, pero no podía. Ella lo había afectado mucho más que el whisky y ahora no podía quitársela de la cabeza. Y no sólo por sus impresionantes curvas. Con Vanessa había sentido una conexión que valía la pena explorar. 
Nunca una mujer lo había distraído tanto de su rutina diaria.

Zac asintió y murmuró una aprobación al empleado, que aún no había hecho una pausa para respirar. Tenía el presentimiento de que Vanessa se encaminaba rápidamente hacia la autodestrucción. Los estudios lo demostraban: el sexo sin más no era bueno para los implicados.

Cuando finalmente el empleado acabó de desfogarse, Zac terminó la entrevista y antes de que se diera cuenta estaba metido en su coche. La idea de ponerse en contacto con Vanessa lo obsesionaba durante el trayecto a casa desde el trabajo.

¿Cómo reaccionaría ella al verlo? ¿Habría tenido tiempo para calmarse? ¿Estaría dispuesta a hablar y darle una segunda oportunidad? Él quería empezar de nuevo, tener una cita de verdad, una conversación estando los dos vestidos…

No era que no le gustasen las conversaciones sin ropa. Pero ojalá no hubiera sucedido tan rápido.

Debía de haber una buena razón para llevar el látigo, la máscara y la capa de Vanessa en el maletero del coche. Se debatía entre mandárselos por correo o entregárselos en mano.
Y ahora sabía que lo correcto era llevárselo en persona, porque no le gustaba nada la idea de no volver a verla. Si Vanessa no podía ver que su comportamiento no era nada saludable y que la química entre ellos merecía más que una aventura sexual, él intentaría convencerla.
Marcó el número de información en su móvil y pidió el número y la dirección de Any Ocassion, la empresa organizadora de fiestas de Vanessa.

Quince minutos después, con el corazón desbocado, estaba buscando aparcamiento junto al local de Vanessa. Any Ocassion ocupaba un pequeño y viejo edificio en la periferia del Barrio Francés. El edificio presentaba un aspecto lamentable, pero Vanessa había hecho todo lo posible por ofrecer una buena imagen, con un tentador escaparate que anunciaba sus servicios y un letrero de madera pintado a mano.

Zac entró en la pequeña oficina y Vanessa levantó la mirada del escritorio. Parecía muy distinta en su atuendo profesional, más sumisa, pero no menos sexy, y Zac se dio cuenta de que era la primera vez que la veía con otra cosa que el disfraz de stripper.

La expresión de Vanessa cambió rápidamente del agrado al recelo.

—Oh, hola.

—Hola. Espero que no te moleste que me haya pasado por aquí.

—Eres persistente, ¿verdad? —dijo ella, cerrando un catálogo. Al menos no se lo arrojó a la cabeza, lo cual era una buena señal.

—Me han dicho que ésa es una de mis virtudes.

Dejó la bolsa del Zorro en la mesa. Vanessa la abrió y miró su contenido.

—Gracias por haberme traído las cosas. No sabía cómo explicar que las había perdido al tipo que me las alquiló.

—Podrías haberte puesto en contacto conmigo.

—Sí, me imagino la conversación… —reprimió una sonrisa—. «Hola, ¿te acuerdas de mí? 
Soy la chica que salió corriendo de tu habitación y que se olvidó del látigo».

—Créeme, no habría necesitado que me recordaras quién eras.

—Si vienes para contratar a una stripper, tendré que mandarte a otra parte. Lo de tu fiesta fue un servicio exclusivo.

—Lástima, esperaba que pudieras desnudarte en el cumpleaños de mi abuelo.

Ella enarcó una ceja con escepticismo.

—Es una broma —aclaró él—. Pero sí me gustaría hablar contigo. Si ahora no es un buen momento…

—Es tan buen momento como cualquier otro.

—¿Entonces hablarás conmigo?

—Sólo porque me siento muy mal por lo que sucedió el domingo. Creo que tuve muy mala uva.

—Es comprensible, dadas las circunstancias.

—¿Eso es lo que le dirías a uno de tus clientes?

Él estuvo a punto de replicar que no aconsejaba a la gente sobre temas sentimentales, pero algo lo detuvo. El estudio que estaban llevando a cabo sus alumnos era sobre las repercusiones que tenían en una empresa los romances en el trabajo. No tenía nada que ver con la situación entre Vanessa y él, y sin embargo algo lo acuciaba por dentro. ¿Y si Vanessa pudiera ayudarlo en un hipotético estudio? ¿Y si pudiera valerse de esa excusa para convencerla?

—Es curioso que me hagas esa pregunta —dijo—. Tengo una teoría sobre las relaciones, y me has hecho pensar en ella esta semana.

«Y me gustaría que fueras mi sujeto privado de estudio».

—¿Qué teoría es ésa? —preguntó ella, en guardia.
Sí, ¿qué teoría? Más le valía pensar algo rápido si no quería quedar como un idiota.

Teoría, teoría… Las teorías siempre lo hacían pensar en Einstein…

—Yo la llamo la Teoría de la Relatividad Sexual.

Seguro que Einstein se revolvería en su tumba si pudiera oírlo.

—¿Te importa explicármela? —preguntó ella, divertida.

—Según esta teoría, la salud sentimental es relativa a la práctica sexual. El sexo sin un componente emocional está siempre directamente relacionado con un descenso en la salud sentimental de un individuo.

Bueno, no sonaba tan descabellado para ser algo que acababa de inventarse.

—Estoy impresionada —dijo ella con una sonrisa—. ¿A esto te dedicas? ¿A pasarte el día sentado mientras piensas en teorías sobre el sexo?

—A veces incluso pongo a prueba mis teorías.

No estaba muy seguro de adonde se dirigía, pero al menos ella no lo había echado aún.

—Me gusta cómo suena eso. ¿Puedo ofrecerme como voluntaria para ser tu sujeto de estudio? Podemos tener una relación estrictamente sexual y así podrás observar los efectos en mí, ¿eh?

Lo había dicho ella, no él. Se le presentaba una oportunidad para pasar más tiempo con 
Vanessa y convencerla de que tenía razón. No podía desaprovecharla.

—Me encantaría poner a prueba la Teoría de la Relatividad Sexual, pero requiere tener una mente abierta. No puedes meterte en ella si estás convencida de que es falsa.

El académico que había en él se resistía a clasificar aquello como un estudio, pero el hombre que era estaba dispuesto a clasificarlo como fuera con tal de estar cerca de Vanessa.

Ella cruzó los brazos al pecho, haciendo que jersey escotado revelara parte de sus pechos. Las imágenes eróticas asaltaron a Zac y borraron los restos de sus dudas.

—Creo que puedo tener una mente abierta —dijo ella con una sonrisa.
Zac sintió una extraña mezcla de alivio e irritación.

—Genial, entonces ¿qué tal si nos damos, digamos, un mes para completar nuestra investigación?

—Un mes —dijo ella—. ¿Yo consigo ilimitado acceso a tu cama y tú consigues ilimitadas oportunidades para convencerme de tu teoría? Creo que podré arreglármelas.

¿Acceso ilimitado a su cama?, pensó Zac. Sí, él también podría arreglárselas.
Todo por el bien del estudio, naturalmente.

3 comentarios:

  1. teoria de la relatividad sexual XD XD
    yo tb kiero probar esa teoria!!!
    zac es muy astuto XD
    ya la a engañao XD
    estaba claro ke ella no iba a rechazar una oferta donde pudiera tirarselo a diario XD
    es estupida pero no tanto XD
    y pobre delia!!!
    yo de ella los mandava a todos a la mierda y me iba de casa!! ua se apañaran XD
    publica pronto!
    ke esta muy diver!
    bye!
    kisses!

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  2. ah pobre dalia!!!pienso q podria llevarse exelent con ness para q le ayud a entretenerse un poco y q inteligente zac con su teoria...jajajaja

    q bn q si convncio a ness!!!
    siguela pronto!!!!!

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  3. SIGUELA!!!!
    SIGUELA!!!!
    SIGUELA!!!!

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