Principio número 8:
Una mujer indecente nunca es indecente sólo por llamar la atención. Cuando provoca un escándalo lo hace con un propósito mayor.
Vanessa sonrió mientras Zac la conducía al salón. Nunca había salido con un hombre que cocinara para ella, y le parecía un detalle muy sexy y encantador, como tantas otras cosas de Zac. Demasiadas cosas…
La sonrisa se le desvaneció al darse cuenta de lo fácil que sería enamorarse de él si bajaba la guardia. En ese momento, tenía la sensación de que Zac intentaba seducirla fuera de la cama para convencerla de que iba derecha a la autodestrucción.
Aquél era seguramente el mayor peligro de enamorarse de él. No la veía como a una mujer, sino como un desafío; alguien a quien podía salvar de un comportamiento dañino. Y una vez que le hubiera hecho ver el error de sus actos, ¿entonces qué? Su trabajo habría acabado. Así que, por muy increíble que fuera Zac en la cama, ella sería una ingenua si pensaba en él como en algo más que un amante temporal.
—Antes olvidé decirte una cosa —dijo él cuando se sentaron en el sofá—. He hablado con el inspector y le he dado tu número. Te llamará el lunes para concertar una visita.
—Gracias —el pánico la invadió. Una inspección confirmaría el trabajo que había que hacer y la enorme responsabilidad que conllevaba.
—Te has puesto pálida. Espero que no haya sido por la comida.
—He tenido un ataque de pánico al pensar en la reforma de la casa, eso es todo.
—Si de verdad te asusta, míralo de este modo: puedes venderla cuando quieras. Mucha gente se mataría por comprarla, sobre todo después de las reformas.
—Tienes toda la razón. No sé por qué me da tanto miedo.
Se quitó los zapatos e hizo ademán de sentarse sobre sus pies, pero Zac le agarró las piernas y se las puso en el regazo para masajearle los gemelos. Hasta ese momento Vanessa nunca había sabido la tensión que albergaban sus músculos.
—Mmm… qué gusto.
—Para mucha gente, ser propietario de una casa es algo muy simbólico. Quizá tengas miedo de todo lo que representa para ti.
Ella cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás mientras la tensión abandonaba sus piernas.
—¿Me estás psicoanalizando?
—Lo siento —dijo él en tono jocoso—. Es una mala costumbre.
—Tranquilo. Me gustaría saber lo que representa simbólicamente una casa. Quizá descubra así la razón de mis temores.
—El simbolismo es algo muy personal. Sólo tienen significado en la medida en que lo tengan para ti. Así que dime, ¿qué representa una casa?
—Ésa es una pregunta difícil.
—Puede ser, pero ¿no crees que te gustaría saber la respuesta?
Tal vez tuviera razón. Vanessa intentó pensar en lo que significaba una casa para ella y al instante se le pasaron muchas cosas por la cabeza.
—Compromiso, estabilidad, familia… —respondió sin preocuparse por las consecuencias—. Responsabilidad. Echar raíces. Estar atada. Tener menos libertad en la vida…
—Vaya… Detengámonos aquí y hablemos de todo eso.
—¿Por qué haces esto?
—¿El qué?
—Ayudarme a superar mis miedos —abrió los ojos y le clavó la mirada.
—Es mi trabajo —respondió él con una encantadora sonrisa.
—Yo no soy una paciente tuya.
—No, pero has conseguido despertar mi interés. Quiero llegar a conocerte, saber cómo piensas, qué es lo que te mueve… Lo siento si te parece que hablo como un psicólogo.
Vanessa se sintió halagada. Era raro encontrar a alguien que se interesara por algo más que su aspecto, su ropa o cómo se animara en una fiesta.
—No puedes evitarlo, ¿eh?
—Soy una causa perdida. Lo analizo todo hasta el último detalle. Pero no tienes por qué hablar de la casa si no quieres. Únicamente siento curiosidad, eso es todo.
Era extraño, pero Vanessa sí quería hablar de ello. No creía que pudiera encontrar a nadie más interesado que Zac en oírla. Y desde luego, no iba a encontrar a un psicólogo tan guapo como él ni que diera unos masajes tan increíbles.
—Cuando pienso en la casa, siento algo extraño en el estómago.
—¿Crees que puede ser por no haberte criado en una familia tradicional? A veces, lo que conocemos es lo que nos hace sentir cómodos.
—Pero yo conozco la casa. Crecí en ella.
—¿Y crees que, en un nivel más básico, tu miedo es a comprometerte con alto tan permanente como una casa?
—Tal vez.
—¿Es posible que ese miedo sea el resultado de no haberte criado con tus padres?
—No veo cómo.
—Lo que nos ocurre en la infancia puede tener repercusiones para toda la vida.
Vanessa pensó en aquella posibilidad. No tenía recuerdos de su padre, y los que tenía de su madre eran por las fotos e historias que su tía le había contado. Ophelia creía que no tenía sentido mirar al pasado, y menos a una historia tan triste como la de su familia.
—Supongo que siempre he pensado que podría ser feliz si evitaba las complicaciones.
—Y todo lo que esa casa representa para ti es muy complicado.
—Sí —respondió. Él dejó de masajearla y ella abrió los ojos—. Se te da muy bien esto. ¿Has pensado en dedicarte a ello profesionalmente?
—¿A dar masajes? Ni hablar —sonrió—. Seguramente tendría que darles masajes a muchos hombres peludos.
—Me refiero a la psicoterapia —dijo ella riendo.
—Nunca he tenido mucho interés en meterme en la vida personal de las personas —le pasó un dedo por la planta del pie, provocándole un escalofrío—. Sólo de unas pocas.
Vanessa se sentía completamente relajada, pero el contacto de Zac le había provocado al mismo tiempo una espiral de calor en su interior. Apartó las piernas y se subió a su regazo.
—No me parece que ésta sea la postura adecuada para hablar —dijo él.
—Doctor, tengo un problema que sólo tú puedes curar —quizá él quisiera seguir con su estudio, pero ella sabía toda clase de tretas para distraerlo—. Me duele aquí —se levantó el vestido y deslizó la mano en sus braguitas—. Y el dolor se hace más fuerte cuanto más cerca estoy de ti —empezó a masajearse y él bajó la mirada.
—¿Te alivia tocarte tú misma?
—Un poco, pero no mucho.
—Mmm. Normalmente no diagnostico dolencias físicas —dijo, metiendo las manos bajo el
vestido y rodeándole las caderas hasta su trasero.
—¿Y no podrías hacer una excepción? —preguntó ella en un jadeante susurro.
Él no dijo nada; siguió viendo cómo se tocaba con una mano entre las piernas mientras con la otra se acariciaba los pechos.
—Creo que puedo complacerte —dijo, cuando ella empezaba a pensar que su pequeña treta no estaba funcionando.
La hizo ponerse en pie y los dos se desnudaron mutuamente en un tiempo récord. Una vez desnudos y con el preservativo puesto, Zac la tumbó en el sofá y se colocó encima.
—¿Es aquí donde te duele? —le preguntó, presionando la erección contra ella.
—Sí… Justo ahí.
Él la penetró de una rápida y certera embestida, enloqueciéndola de placer. Vanessa gimió y se dijo a sí misma que debía relajarse y disfrutar del acto.
Pero algo la intranquilizaba.
La culpa. Había usado sus artimañas femeninas para seducir a Zac, cuando él había intentado por todos los medios ir despacio con ella.
Se pasaron el resto de la noche jugando, explorándose, disfrutando de sus cuerpos, pero Vanessa no pudo desprenderse del remordimiento. Amenazaba con arruinar la diversión, y no había nada que ella odiase más que ser una aguafiestas.
Su intención no había sido quedarse dormida en la cama y los brazos de Zac, sino escapar del sentimiento de culpa. Se despertó sobresaltada en mitad de la noche y recorrió con la mirada la habitación desconocida. El sonido de una respiración a su lado y el tacto de un brazo alrededor de su cintura le recordaron que seguía en el dormitorio de Zac. Al dormir allí había violado la regla que se había prometido no volver a romper.
Se maldijo en voz baja, pero la cálida sensación del cuerpo desnudo de Zac era muy tentadora. Si se quedaba, tal vez volvieran a hacer el amor al despertarse; desayunarían en la cama y tomarían juntos una ducha caliente.
No.
Sólo tenía que recordar el último encuentro en la habitación del hotel para saber que era una mala idea. Había demasiadas emociones enfrentadas, y alguien podría sufrir.
Tenía que marcharse.
Se obligó a levantarse de la cama con cuidado de no despertarlo. Buscó a tientas su ropa en la oscuridad, pero recordó que habían quedado desperdigadas por el salón.
Unos minutos después, se había vestido y había encontrado su bolso. Salió silenciosamente por la puerta principal, se subió a su coche y condujo hacia su casa.
Pero en vez de sentirse libre y exultante por una noche de sexo, como sería de esperar, la asaltaba una sensación de que había hecho algo malo. No quería marcharse aún de casa de Zac. Quería acurrucarse contra él y despertarse en sus brazos. Nunca antes había tenido unos deseos así en una aventura, pero ahí estaban.
Tal vez fuese porque Zac era distinto. Más maduro, más atento y más complejo que los hombres con los que normalmente salía. Todo en él era complicado. Y a Vanessa la aterraba pensar que hubiera quedado atrapada en una red de sentimientos y obligaciones hacia él. Pero aún la aterraba más que no quisiera irse, que quisiera quedarse con él y disfrutar para siempre.
«Para siempre». Ése era un concepto reservado para los cuentos infantiles, no para su vida amorosa.
Ella era una chica que disfrutaba del presente, e iba a seguir siéndolo.
Zac alargó la mano sobre la cama, buscando la cálida piel de Vanessa, pero sólo palpó la frialdad de la sábana. Abrió los ojos y supuso que estaría tomándose una taza de café en la cocina.
Bostezó y se estiró, decepcionado por no haberse despertado junto a ella, pero impaciente por encontrársela en su casa. Que hubiera pasado la noche con él era un gran paso en su relación. Sin duda estaban progresando.
Se levantó y, una vez vestido, salió al salón, un poco intranquilo de que no se oyera ningún ruido. Fue a la cocina, pero Vanessa no estaba allí. Ni en ningún otro lugar de la casa.
Maldición.
Tal vez tuviera un compromiso temprano… ¿un domingo por la mañana? O quizá hubiera intentado despertarlo para despedirse pero él no se había enterado. … Aunque tenía el sueño muy ligero.
O quizá tuviera que aceptar que no habían progresado nada, que Vanessa se había ido en mitad de la noche porque no quería verlo a la mañana siguiente.
Se sentó en el sofá donde habían hecho el amor la noche anterior y agarró el teléfono de la mesita. Marcó el número de Vanessa y escuchó un tono, dos, tres…
—Hola, no soy yo. Es el contestador. Deja un mensaje —informó la voz de Vanessa.
—¿Dónde estás? —preguntó Zac al oír la señal—. ¿Por qué te has ido sin despedirte? Llámame —colgó y se quedó sentado en silencio.
No era así como había imaginado que pasaría la mañana del domingo… solo, perplejo y frustrado. Había pensado que tomarían juntos el desayuno, que comentarían las noticias del periódico, que irían a pasear por el parque… Hasta Vanessa, ninguna mujer lo había llenado tanto, hasta el punto de querer pasar el resto de su vida con ella.
Pero si Vanessa no era capaz de verlo, tal vez no fuera la mujer adecuada.
Disgustado, se desnudó y se metió en la ducha, decidido a salir de casa para no pasarse
todo el día comiéndose la cabeza.
Media hora más tarde, estaba conduciendo hacia la casa de Max y Delia sin haberse molestado antes en llamarlos. Era una tradición familiar presentarse sin avisar.
Aparcó en el camino de entrada tras el enorme Suburban de su hermano y llamó al timbre. Unos segundos después abrió Tyler, todavía en pijama, y le chocó los cinco antes de dejarlo pasar.
—¿Qué haces en pijama, chaval?
—Mamá está en huelga, así que hoy nadie nos ha obligado a ir a misa.
Zac parpadeó sorprendido.
—¿Que está en qué?
—En huelga. Pero papá dice que no pertenece a ningún sindicato, así que su huelga no es de verdad. Lo único que hace es leer novelas de amor en el cuarto de invitados y comprar en Internet.
Zac pasó la vista por la casa y vio que estaba hecha una pocilga. Calcetines sucios por el suelo, zapatos desperdigados por el recibidor, periódicos y revistas cubriendo los muebles, una extraña mancha en medio de la alfombra del salón…
—¿Dónde está tu padre?
—Estaba furioso con mamá porque ella no hace nada, así que se ha ido a trabajar. Y yo he tenido que desayunar cereales rancios.
—Creo que iré a hablar con tu madre. ¿Está despierta?
—Sí, pero ten cuidado. Parece que se ha vuelto loca.
Zac llegó a la habitación de invitados sorteando montones de ropa sucia, muñecas Barbie y mochilas. Nunca se había percatado de lo desordenada que era la familia de Max. Llamó a la puerta con los nudillos.
—¿Qué pasa? —preguntó Delia desde dentro, no muy contenta de que la molestaran.
—Soy Zac. ¿Puedo pasar?
—Siempre que no vayas a pedirme que te haga la comida o la colada.
Zac sonrió y entró en la habitación. Siempre le había gustado el sentido del humor de Delia. La presencia de su cuñada bastaba para iluminar cualquier sitio, igual que Vanessa.
—¿Te apetece tener compañía?
Ella dejó el libro, se ajustó la bata y se irguió en la cama.
—La verdad es que sí. No he hablado con nadie en todo el día.
—¿Quieres hablar de lo que está pasando aquí?
—No.
—¿Has visto el resto de la casa? —le preguntó él sentándose en una silla junto a la cama.
—Pues claro. Tengo que salir de la habitación para comer, ¿o qué te creías?
—Entonces ¿de qué va esta huelga?
—Es una huelga matrimonial. Mi trabajo no se aprecia nada en esta casa, y no voy a volver a mis labores hasta que mi ingrata familia cumpla con su parte.
Zac asintió. Había visto los esfuerzos de Delia por hacer que su familia estuviera cómoda. Y podía comprender que fuera agotador.
—Lo entiendo perfectamente.
—Díselo a tu hermano.
—Max puede tener una opinión bastante anticuada sobre las mujeres —dijo él riendo.
—¿Qué me vas a contar? Tu madre, que en paz descanse, lo mimó demasiado.
—Siempre fue su favorito, incluso de mayor. ¿Crees que esta huelga sirve de algo?
—No lo sé —respondió Delia encogiéndose de hombros—, pero en cualquier caso disfruto de unas vacaciones. Sólo me hace falta la playa y un cóctel para estar en el paraíso.
—Max tiene que darse cuenta de cuánto haces en la casa, a juzgar por el desorden de ahí fuera.
—No creo ni que se haya fijado en el desorden. Ahora bien, si aparece una mancha en su Suburban, puede darle un ataque al corazón.
—Dentro de poco será vuestro aniversario de boda. ¿Piensas celebrarlo así?
—Espero que no. Creía que con la huelga habría conseguido algo a estas alturas, pero no parece que la situación vaya a cambiar.
—Tendré que hablar con él.
Delia puso una mueca y negó con la cabeza, como dándole a entender que eso tampoco serviría de nada.
—Hablemos mejor de algo más interesante. Quiero saber lo que hay entre tú y esa organizadora de fiestas tan guapa.
Zac pensó que si podía hablar de aquello con alguien, era con Delia. Su cuñada lo había aconsejado en otras ocasiones, y aunque no podía tener peor gusto a la hora de elegirle mujeres, él confiaba en su criterio.
Sin embargo, no estaba seguro de querer contarlo todo.
—La cosa no va muy bien.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Delia arqueando una ceja—. Es guapa, parece lista y divertida y saber cómo disfrutar en una fiesta.
—No está interesada en una relación. ¿Te basta con eso?
—Oh, vamos —su cuñada lo miró con incredulidad—. ¿Alguna vez has conocido a una mujer que no esté interesada en ti?
—Pues claro que sí.
—Se está haciendo la dura.
—No, en serio, no está buscando nada serio.
—Si fuera cierto, no estaría saliendo contigo —replicó Delia con una sonrisa.
Zac pensó en decirle que la única razón por la que habían estado juntos el fin de semana era porque ella se había ofrecido voluntaria para demostrar una absurda teoría sexual, pero le pareció que eso sería violar la intimidad de Vanessa.
—Bueno, si quieres mi consejo… ¿y quién no lo querría? —se fanfarroneó Delia— sigue tan encantador como siempre y ella acabará cayendo rendida como las demás.
—Se fue de mi casa en mitad de la noche sin molestarse en despedirse.
—¿Ni siquiera con una nota?
Zac negó con la cabeza.
—Tal vez tenía un compromiso temprano y se olvidó de decírtelo.
—¿Un domingo?
—Déjala explicarse antes de sacar conclusiones.
Era un buen consejo, pero Zac presentía que era mejor ir despacio con Vanessa hasta que ella estuviera lista para comprometerse a algo más que una relación sexual.
Además necesitaba cambiar de tema antes de hacer algo estúpido, como confesar que tenía miedo de estar enamorándose de Vanessa.
—¿Y dónde está Max? —preguntó—. ¿En el restaurante?
—Sí. Su estrategia para enfrentarse a la huelga ha sido hacer horas extra.
—Creo que me pasaré por el Blue Bayou y le echaré una charla a este hermano mío.
—Asegúrate de decirle lo increíblemente afortunado que es al tener una esposa como yo.
—¿Y que necesita aprender a doblar sus calcetines?
—Oh, sí, eso también —dijo Delia con una sonrisa.
Zac salió de casa de su hermano y se dirigió hacia el restaurante. Mientras conducía, pensó en el matrimonio de Max y Delia y cómo, subconscientemente, lo había tenido como ejemplo de lo que él esperaba tener algún día. Incluso con Delia en huelga y Max en el trabajo, seguía viéndolos como una buena pareja. Se le ocurrían problemas mucho peores que los de ellos.
Como, por ejemplo, los suyos propios.